«Las bicicletas son para el verano» de F. Fernán Gómez

Las bicicletas son para el verano de F.F. Gómez nos sitúa dentro de la guerra civil. En este fragmento, lleno de humor y amargura, nos habla del hambre y de la familia.

(Doña Dolores, Manolita, Luis y Don Luis se disponen a comer un día cualquiera durante la Guerra Civil.)

DOÑA DOLORES.─ (A MANOLITA y a LUIS). Veréis, hijos, ahora que no está Julio... Y perdóname, Manolita.... No sé si habréis notado que hoy casi no había lentejas.
LUIS.─ A mí sí me había parecido que había pocas, pero no me ha chocado: cada vez hay menos.
DON LUIS.─ Pero hace meses que la ración que dan con la cartilla es casi la misma. Y tu madre pone en la cacerola la misma cantidad. Y, como tú acabas de decir, en la sopera cada vez hay menos.
LUIS.─ ¡Ah!
MANOLITA.─ ¿Y qué quieres decir, mamá? ¿Qué quieres decir con eso de que no está Julio?
DOÑA DOLORES.─ Que como su madre entra y sale constantemente en casa, yo no sé si la pobre mujer, que está, como todos, muerta de hambre, de vez en cuando mete la cuchara en la cacerola.
MANOLITA.─ Mamá...
DOÑA DOLORES.─ Hija, el hambre... Pero, en fin, yo lo único que quería era preguntaros. Preguntaros a todos, porque la verdad es que las lentejas desaparecen.
DON LUIS.─ Decid de verdad lo que creáis sin miedo alguno, porque a mí no me importa nada soltarle a la pelma cuatro frescas.
MANOLITA.─ Pero, papá, tendríamos que estar seguros.
DON LUIS.─ Yo creo que seguros estamos. Porque la única que entra aquí es ella. Y ya está bien que la sentemos a la mesa todos los días...
MANOLITA.─ Pero aporta lo de su cartilla.
DOÑA DOLORES.─ No faltaba más.
[...]
LUIS.─ Mamá, yo, uno o dos días, al volver del trabajo, he ido a la cocina... Tenía tanta hambre que, en lo que tú ponías la mesa, me he comido una cucharada de lentejas... Pero una cucharada pequeña...
DON LUIS.─ ¡Ah!, ¿eras tú?
DOÑA DOLORES.─ ¿Por qué no lo habías dicho, Luis?
LUIS.─ Pero sólo uno o dos días, y una cucharada pequeña. No creí que se echara de menos.
DOÑA DOLORES.─ Tiene razón, Luis. Una sola cucharada no puede notarse. No puede ser eso.
DON LUIS.─ (A DOÑA DOLORES.) Y tú, al probar las lentejas, cuando las estás haciendo, ¿no te tomas otra cucharada?
DOÑA DOLORES.─ ¿Eso qué tiene que ver? Tú mismo lo has dicho: tengo que probarlas... Y lo hago con una cucharita de las de café.
DON LUIS.─ Claro, como ésas ya no sirven para nada...
(MANOLITA ha empezado a llorar.)
DOÑA DOLORES.─ ¿Qué te pasa, Manolita?
MANOLITA.─ (Entre sollozos.) Soy yo, soy yo. No le echéis la culpa a esa infeliz. Soy yo... Todos los días, antes de irme a comer... voy a la cocina y me como una o dos cucharadas... Sólo una o dos..., pero nunca creía que se notase. No lo hago por mí, os lo juro, no lo hago por mí, lo hago por este hijo. Tú lo sabes, mamá, estoy seca, estoy seca...
DOÑA DOLORES.─ (Ha ido junto a ella, la abraza.) ¡Hija, Manolita!
MANOLITA.─ Y el otro día, en el restorán donde comemos con los vales, le robé el pan al que comía a mi lado... Y era un compañero, un compañero... Menuda bronca se armó entre el camarero y él.
DOÑA DOLORES.─ ¡Hija mía, hija mía!
DON LUIS.─ (Dándose golpes en el pecho.) Mea culpa, mea culpa, mea culpa...
(Los demás le miran.)
DON LUIS.─ Como soy el ser más inteligente de esta casa, prerrogativa de mi sexo y de mi edad, hace tiempo comprendí que una cucharada de lentejas menos entre seis platos no podía perjudicar a nadie. Y que, recayendo sobre mí la mayor parte de las responsabilidades de este hogar, tenía perfecto derecho a esta sobrealimentación. Así, desde hace aproximadamente un mes, ya sea lo que haya en la cacerola lentejas, garbanzos mondos y lirondos, arroz con chirlas o agua con sospechas de bacalao, yo, con la disculpa de ir a hacer mis necesidades, me meto en la cocina, invisible y fugaz como Arsenio Lupin, y me tomo una cucharada.
DOÑA DOLORES.─ (Escandalizada.) Pero..., ¿no os dais cuenta de que tres cucharadas...?
DON LUIS.─ Y la tuya, cuatro.
DOÑA DOLORES.─ Que cuatro cucharadas...
DON LUIS.─ Y dos de Julio y su madre.
DOÑA DOLORES.─ ¿Julio y su madre?
DON LUIS.─ Claro; parecen tontos, pero el hambre aguza el ingenio. Contabiliza seis cucharadas. Y a veces, siete, porque Manolita se toma también la del niño.
DOÑA DOLORES.─ ¡Siete cucharadas! Pero si es todo lo que pongo en la tacilla... (Está a punto de llorar.) Todo lo que pongo. Si no dan más.
( MANOLITA sigue sollozando)
DON LUIS.─ No lloréis, por favor, no lloréis...
LUIS.─ Yo, papá, ya te digo, sólo...
MANOLITA.─ (Hablando al tiempo de Luis.) Por este hijo, ha sido por este hijo.
DON LUIS.─ (Sobreponiéndose a las voces de los otros.) Pero, ¿qué más da? Ya lo dice la radio: «no pasa nada». ¿Qué más da que lo comamos en la cocina o en la mesa? Nosotros somos los mismos, las cucharadas son las mismas...
MANOLITA.─ ¡Qué vergüenza, qué vergüenza!
DON LUIS.─ No, Manolita: qué hambre.