«BRGS» de Juan Mayorga
JORGE.- Usted puede ayudarme.
LUIS.- ¿Yo?
JORGE.- Ese libro. ¿Me lo presta?... Sólo por unas horas... Sólo una hora.
LUIS.- No podrá leerlo en una hora.
JORGE.- En menos de una hora lo tendrá de vuelta en su pupitre.
LUIS.- Menos de una hora... ¿No lo quiere para leerlo? ¿Para qué lo quiere?
JORGE.- Media hora, será suficiente.
LUIS.- Mire, no puedo ayudarle. Incluso aunque fuese usted capaz de leer este libro en un cuarto de hora. Le aseguro que no es nada personal. Simplemente, no me gusta interrumpir una lectura. De la primera palabra hasta la última, es así como me gusta leer. Pero le prometo que, en cuanto lo haya acabado, antes de devolverlo al bibliotecario, le avisaré a usted, a fin de que nadie se le adelante.
JORGE.-¿Se está burlando? Lo he visto leer. Aún está en la primera página, después de veinte años. ¿Cuántos más necesitará sólo para acabar el primer capítulo?
LUIS.- ¿No puede hablar más bajo? Para no molestar a los otros.
JORGE.- ¿Qué otros?
LUIS.- Los que entren.
JORGE.- ¿Desde cuándo no ve a nadie por aquí? Aparte de usted y yo, quiero decir.
LUIS.- Me refiero a los que eventualmente pudieran entrar. Igual que usted o yo, a cualquier otro ciudadano de Buenos Aires puede ocurrírsele... Hay miles de libros en la Biblioteca Nacional, ¿por qué se ha encaprichado precisamente de éste? No irá a decirme que ya ha leído todos los demás.
JORGE.- Sí
LUIS.- ¿Sí?
JORGE.- Éste es el último que me falta. El resto, los he leído todos.
LUIS.- Supongo que dice la verdad. Lo he visto leer. Lo confieso: sabía que llegaría este momento. Lo aguardaba con temor.
JORGE.- También yo lo temía.
LUIS.- En cuanto lo he visto dirigiéndose hacia mí, he sabido cuál era su intención.
JORGE.- Me he dirigido a usted con la mejor voluntad, pensando sinceramente que quizá querría ayudarme.
LUIS.- ¿Ha comprobado que no hay otro ejemplar?
JORGE.- Usted sabe que no hay otro ejemplar. ¿Cómo podría haberlo, de un libro así?
LUIS.- En ese caso, creo que ha llegado el momento de consultar al bibliotecario.
JORGE.- ¿Para qué? A ese hombre le es indiferente nuestra suerte. Jamás nos dirige una mirada.
LUIS.- Tiene usted razón. Le importamos tan poco que a veces tengo la impresión de que no está, de que nos ha dejado solos.
JORGE.- A pesar de todo, deberíamos agotar esa vía. Deberíamos intentar consultarle.
LUIS.- ¿Acerca de si un lector puede requerir un libro a otro directamente?
JORGE.- Acerca de si un lector puede retener un libro hasta su muerte.
LUIS.- Hay un reglamento. Usted debería conocerlo.
JORGE.- ¿Lo conoce usted?
LUIS.- Lo conocería si supiese dónde está.
JORGE.- No recuerdo haberlo visto en ningún sitio.
LUIS.- El bibliotecario debe de saber dónde se encuentra.
JORGE.- Por cierto, ¿dónde está?
LUIS.- ¿El reglamento?
JORGE.- El bibliotecario. Hace tiempo que no lo veo. Desde que me hizo la última entrega, no he vuelto a verlo.
LUIS.- Es cierto, ¿dónde se habrá metido?
JORGE.- Parece que vamos a tener que solucionar esto solos.
LUIS.- Si es así, hablemos con franqueza: usted está perdiendo el tiempo en este lugar. Ahí fuera hay sol o lluvia, el tipo de cosas que interesan a la gente como usted.
JORGE.- ¿Sol? ¿Lluvia?
LUIS.- Se lo diré claramente: usted no se merece este libro. Usted no es hombre para este libro. Para usted todos los libros son iguales. Igual leer el Corán que un recetario de cocina. Igual se traga un Chesterton que una novelucha de quiosco. Igual a un Adolfo Bioy que un Ernesto Sábato. Usted lee con el estómago.
JORGE.- Todos los libros que he leído son para mí el prólogo de éste.
LUIS.- No consentiré que ponga sus sucias manos sobre él.
JORGE.- Entonces, no es posible un acuerdo.
LUIS.- Mejor no perder más tiempo.
JORGE.- ¿No podríamos solucionar esto de otra manera?
LUIS.-No perdamos más tiempo.
COMIENZAN A GOLPEARSE