Denis Diderot
Denis Diderot (1713-1787) Nació en Langres (este de Francia) donde estudió en los jesuitas. Huyendo del deseo de su familia de que se hiciera religioso, llegó a la Universidad de París. Ya en sus primeros escritos: Pensamientos filosóficos, muestra la tendencia deísta de su pensamiento (rechazo de la religión organizada y admisión de un Dios que se manifiesta a través de la naturaleza). Su gran obra la compartió con otros filósofos y pensadores franceses: la traducción de la Cyclopaedia del inglés Ephraim Chambers y la creación de una obra magna en 35 volúmenes: la Enciclopedia. Durante toda su obra se repiten los objetivos de sus críticas: la autoridad eclesiástica, la superstición, el conservadurismo y la organización casi feudal de la sociedad. Escribió varias novelas, siempre con el mismo espíritu crítico; entre ellas, La religiosa y Jacques el fatalista. Póstumamente se publica la obra que nos interesa y que viene a cambiar la manera de concebir el arte de la interpretación: La paradoja del comediante. Es la primera vez que se plantea el trabajo del actor como el producto de una técnica y un proceso racional y no como un arte intuitivo y exagerado.
Su prestigio como escritor y filósofo hizo que fueran muchos los ataques que recibió por parte de los sectores más conservadores, pero también contó con la confianza de muchos contemporáneos, entre ellos Catalina la Grande quien le encargó que diseñara la reforma educativa de Rusia, tarea que no llegó a realizar por su avanzada edad.
En La paradoja del comediante Diderot plantea la tesis de que los grandes artistas son grandes imitadores de la naturaleza, fundamentalmente porque son espectadores asiduos de lo que sucede «en torno a ellos en el mundo físico y moral». Ahora bien, en el artista la razón debe estar por encima de la sensibilidad para conseguir el fin específico: conmover al espectador. Esta es la gran paradoja: el actor debe provocar la emoción del espectador, pero debe controlar en todo momento su propia emoción. Al imitar la naturaleza, el buen artista no la copia: la interpreta. El mundo cotidiano y mundo del arte son distintos; el comediante no hace nada en la sociedad como lo hace en escena, que «es otro mundo» resultante del «modelo ideal imaginado por el poeta». Es decir, hay que establecer una diferencia entre el ámbito de la cotidianeidad y el estatuto del arte, entre los seres imaginarios y los seres reales; entre el hombre cotidiano y el hombre que lo representa.
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Para Diderot el mejor actor no es aquel que consigue esporádicamente grandes actuaciones obedeciendo los impulsos de su naturaleza, sino aquel que es frío y metódico. Pues mientras que la sensibilidad está ligada a la debilidad, la razón permite articular en el escenario, un sistema que puede ser repetido y mejorado metódicamente.
A continuación tenemos tres fragmentos de la obra que pueden servir de reflexión:
«Lo que me confirma en mi idea es la desigualdad de los actores que representan por inspiración. No esperéis en ellos la menor unidad; su estilo es alternativamente fuerte y endeble, cálido y frío, vulgar y sublime. Fallarán mañana en el pasaje en que hoy sobresalieron; y, al contrario, se realzarán en el que fallaron la víspera. En cambio, el actor que represente por reflexión, por estudio de la naturaleza humana, por constante imitación de algún modelo ideal, por imaginación, por memoria, será siempre uno y el mismo en todas las representaciones, siempre igualmente perfecto. Todo ha sido medido, combinado, aprendido, ordenado en su cabeza; no hay en su declamación ni monotonía, ni disonancias. El entusiasmo tiene su desenvolvimiento, sus ímpetus, sus remisiones, su comienzo, su medio, su extremo. Son los mismos acentos, las mismas actitudes, los mismos gestos. Si hay alguna diferencia de una representación a otra, es generalmente en ventaja de la última. No será nunca voltario (*de carácter inconstante): es un espejo siempre dispuesto a mostrar los objetos y a mostrarlos con la misma precisión, la misma fuerza y la misma verdad. Como el poeta, va siempre a buscar al fondo inagotable de la Naturaleza, en lugar de acudir a su propia riqueza, cuyo término no tardaría en ver.»
«Reflexionad un momento sobre eso que llaman en el teatro ser natural. ¿Es acaso el mostrar las cosas tal como son en la Naturaleza? En manera alguna. Lo natural, en este sentido, no sería más que la vulgaridad. ¿Qué es, pues, la naturalidad escénica? Simplemente, la conformidad de las acciones, del discurso, del rostro, de la voz, del ademán, del gesto, con un modelo ideal imaginado por el poeta y a menudo exagerado por el comediante. He ahí lo maravilloso. Ese modelo no sólo influye en el tono, sino que modifica hasta el paso, hasta el aspecto. De aquí que el comediante en la calle y en la escena sea dos personajes tan distintos que cuesta trabajo reconocerlos. La primera vez que vi a mademoiselle Clairon en su casa, exclamé involuntariamente: "¡Ah señorita! ¡Os creía un palmo más alta!".»
«Supongamos que sois poeta, que tenéis una comedia que representar, y la elección entre actores de juicio profundo y de cabeza fría y actores sensibles. Pero, antes de decidiros, permitid que os haga una pregunta: ¿A qué edad se es gran actor? ¿A la edad en que se está lleno de bríos, en que la sangre hierve en las venas, en que el choque más leve basta a turbarnos entrañablemente, en que el espíritu se inflama a la menor chispa? Me parece que no. Aquel que la Naturaleza firmó comediante, no sobresale en su arte hasta que adquiere una larga experiencia, y el fuego de las pasiones se atenúa, y la cabeza está tranquila, y el alma es dueña de sí misma. El vino de la mejor calidad es áspero y ácido cuando fermenta; sólo la larga estancia en la cuba lo hace generoso.»